El período entre las dos últimas décadas del siglo XIX y el inicio de la Primera Guerra Mundial fue irrepetible. Los profundos cambios que se produjeron afectaron a toda Europa occidental, Estados Unidos y México. Descubrimientos científicos y tecnológicos sin precedentes, nuevas aspiraciones sociales (estamos en plena segunda Revolución Industrial) y profundas transformaciones en el campo artístico y arquitectónico mejoraron la calidad de vida de poblaciones enteras en poco más de treinta años.
Basta con pensar en inventos como la electricidad, el automóvil, la radio o… ¡el cine!
El motivo por el que fue Francia la que bautizó esa época extraordinaria como «Belle Époque» se debe a varios factores de carácter socioeconómico. Republicana, económicamente floreciente y admirada por su vanguardia artística e intelectual, la nación parecía tener credibilidad y confianza suficiente para presentarse a capital mundial del progreso, de la modernidad, la cultura, la diversión y la gastronomía. Y después llegó el gran evento que la consagró.
La primera exposición universal del siglo XX, huelga decirlo, tuvo lugar en París del 14 de abril al 10 de noviembre de 1900. La Exposición Universal de París transformó la «Ville Lumière» en el escaparate internacional de todas las conquistas obtenidas en el siglo anterior. ¡Y vaya siglo!
En las áreas de exposición, junto con patentes revolucionarias como el motor diesel, la grabadora o la escalera mecánica, los visitantes (que alcanzaron los 50 millones) pudieron admirar también los primeros ejemplos del incipiente Art Nouveau que, sobre todo en el sector de la decoración, se distinguía por líneas curvas y suntuosos adornos vegetales o florales. Rápidamente se afianzó el nuevo estilo en los campos más dispares (arquitectura urbana, decoración de interiores, artes figurativas, joyería, artesanía), allanando así el camino al diseño moderno y a la arquitectura contemporánea.
En esta sociedad despreocupada y confiada, fuente de ideas y fermento creativo, entró en juego un nuevo elemento de indudable valor estético y comercial: fue el nacimiento del «affiche». Literalmente «cartel» o «rótulo». Técnicamente, «cartel publicitario» o «póster». En aquella época, París tenía unos 200 teatros e infinidad de locales y grandes salas de baile.
Por tanto, es natural que precisamente en la capital francesa se hayan creado los primeros carteles publicitarios con los que los gerentes de empresas promovían sus ofertas con la ayuda de la impresión en color.
Las paredes comenzaron a hablar de optimismo y de joie de vivre, gracias a bonitos y coloridos pósteres que se crearon como una nueva forma de comunicación a caballo entre el arte y la publicidad.
Los primeros en dedicarse a los pósteres fueron artistas de gran nivel y fama internacional que, entre lienzo y lienzo, prestaron su talento a objetivos quizá menos elevados, pero sin duda muy gratificantes.
Los abanderados más famosos del póster fueron Jules Cheret, Henri de Toulouse Lautrec y Alexandre Steinlen. Jules Cheret —pintor, ilustrador y diseñador gráfico— es considerado hoy en día el padre del cartel publicitario moderno por su innovadora capacidad de infundir movimiento e ironía en sus imágenes, diseñadas con un estilo original tomado tanto del posimpresionismo como del Art Nouveau. Sus famosas bailarinas de líneas esbeltas y sensuales (predecesoras de nuestras supermodelos) y sus caracteres redondeados de colores vivos, usados para captar la curiosidad todavía virgen de los transeúntes, son un himno a la alegría y al dinamismo que caracterizaba la sociedad francesa del momento.
Del conde Henri de Toulouse Lautrec siempre se ha hablado mucho. Su aspecto —debido a una enfermedad genética que le impidió el desarrollo normal de sus extremidades inferiores—, su ropa excéntrica y sus hábitos desordenados e inconformistas lo convirtieron en un personaje muy conocido del que se hablaba bastante. Lo cual no fue óbice, sino todo lo contrario, para que pintara auténticas obras maestras. Cuadros inolvidables y espléndidos carteles que han dado fama imperecedera a las bailarinas y vedetes de los locales parisinos que solía frecuentar.
Alexandre Steinlen, grabador y pintor, fue un claro exponente del Art Nouveau. Gracias a su talento para el diseño, sus elegantes carteles tenían contornos precisos, colores luminosos y formas dinámicas. Es famosísimo su cartel para «Le Chat Noir», un local del barrio de Montmartre en el que se daban cita artistas, poetas, músicos e intelectuales de la época. Como era habitual entre los bohemios y la vanguardia cultural de la época, los encuentros no tenían más finalidad que charlar y comparar diversas visiones artísticas en compañía de una buena copa. Se dice que la introducción de un piano en el local transformó Le Chat Noir en el primer cabaret moderno de la historia. Tal vez agradecido por el éxito del cartel parisino, Steinler añadió casi siempre figuras de animales domésticos en sus pósteres, incluso donde su presencia no era estrictamente necesaria.
La época del cartel —comúnmente llamada «cartelismo»— tuvo padres ilustres también en Italia, donde el Art Nouveau se conocía como «Arte floral» o «Stile Liberty», esta última traducción inglesa de la estética que se extendía por toda Europa.
El manifiesto —justo antes y durante la Primera Guerra Mundial— cambia su estética y su función para convertirse en un medio de propaganda. Los contenidos son similares en todos los países y tienen el objetivo común de reclutar a valientes combatientes para proteger la patria y las libertades nacionales. Pero esto ya es otra historia.
La «Belle Époque» del póster termina con el período en el que se le dio el nombre y se interrumpe bruscamente al inicio del primer conflicto mundial.
Que de «bello» tenía bien poco.